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Cuidado: Nada tiene tanto éxito como el éxito

Aceptémoslo, todos hemos caído alguna vez en favoritismos. Tener un predilecto o serlo es de hecho algo habitual en casi todos los grupos sociales de la vida. Me encantan los experimentos y recuerdo haber jugado a destapar el nepotismo cuando estaba chico; sucedía en el colegio cuando todos los inicios de curso comenzaban para mi hermano menor de manera parecida, veamos si estás al nivel de tu hermano mayor −era la advertencia habitual que él recibía de los profesores malacostumbrados a mi obsesión por el éxito académico. Darse cuenta de que mi hermano era una persona más equilibrada que yo y que esa absurda obstinación por los dieces estaba fuera de sus prioridades producía en estos educadores una suerte de aversión vengativa que solía terminar en malas notas. ¿Acaso realmente me preferían? ¿Realmente estos maestros intachables me privilegiaban y estaban en contra de él? En un plan orquestado mi hermano comenzó a presentar de manera aleatoria tareas y proyectos con mi cuidadosa revisión. Los trabajos eran inmejorables y superaban los que un par de años antes yo mismo había presentado. El resultado era siempre el mismo, sietes y a lo más ochos cuando por las mismas respuestas y proyectos yo habría recibido un diez perfecto con todo y puntos extra. El experimento no acabó allí, pues yo mismo comencé a presentar alternadamente soluciones incorrectas o incompletas que sólo me hicieron confirmar que mis tareas a veces ni siquiera eran leídas antes de estamparles una calificación excelente. La escuela secundaria me había enseñado una valiosa lección: el enorme poder de los sesgos que retroalimentan el éxito para unos y condenan a otros como una suerte de inercia social.


Recuerdo el relato de la escritora británica Doris Lessing, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2007, quien cuenta de forma parecida como un día decidió experimentar y enviar anónimamente a sus editores de toda la vida dos libros, esta vez bajo un pseudónimo. Después del rechazo rotundo los libros deambularon de una editorial a otra y finalmente fueron publicados sin pena ni gloria. Si los libros hubieran salido a mi nombre habría vendido muchos ejemplares y los críticos habrían dicho: 'Oh, Doris Lessing, qué maravilla de obra'. Nada tiene tanto éxito como el éxito −dijo ella en una entrevista.


Entender que las fórmulas exitosas no son eternas ni universales nos permite reconocer que nadie es malo o bueno para todo y mucho menos para siempre, sino que conviene seguir un enfoque incluyente al evaluar las capacidades dependiendo del contexto en el que se encuentran las organizaciones, esta es la base de la meritocracia.


Los seres humanos poseemos una tendencia evolutiva a sobreponderar las historias de éxito como si toda victoria pasada fuera garantía de triunfos futuros. Esta conducta que en épocas más primitivas incrementó nuestras oportunidades de sobrevivencia es hoy una falacia cognitiva que sólo nos deja ver el éxito donde ya lo ha habido. Esta barrera es común en decisiones económicas de alto impacto tales como la selección de personal o el desarrollo profesional de los colaboradores dentro de una empresa. A decir verdad, todos hemos sido culpables de tener favoritos así que conviene estar alerta para minimizarlo. Por ejemplo, un buen hábito cuando se trata de evaluar resultados es siempre concentrarnos en calificar las acciones particulares y no a la persona; esto permite que la calificación por méritos gobierne por encima de nuestras preconcepciones del individuo. Otra manera de favorecer la imparcialidad es incluir a terceros al emitir una valoración de alguien para beneficiarnos de sus perspectivas externas, mucho más libres de lazos que las nuestras.


Nigel Nicholson, investigador del comportamiento organizacional en London Business School considera que la meritocracia debe ser ante todo incluyente al reconocer que el desempeño de las personas puede cambiar, para bien o para mal. Sería iluso pensar que existe algo así como un All Seasons Outperformer, sobre todo en realidades de negocio tan hiper cambiantes como las actuales. Nicholson lo ejemplifica con un relato de los pueblos originarios de América del Norte, quienes elegían a jefes distintos dependiendo si vivían tiempos de paz o de guerra. Para él la meritocracia debe considerar que el desempeño de una persona en una organización depende en fuerte medida de las circunstancias. Una misma persona puede ser increíblemente exitosa en un momento de la vida de una empresa y no en otra fase que demandará nuevas competencias y habilidades, no mejores o peores, sino distintas. Una cultura basada en el mérito empieza por valorar la diversidad sin importar el título del puesto, antigüedad, edad, sexo o incluso el desempeño pasado de la persona, después de todo las buenas ideas pueden estar literalmente en cualquier parte de la organización.

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