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Foto del escritorAlfredo Nava Escárcega

Por fortuna no somos langostas

Los amigos son la terapia del alma y hace poco me encontraba haciendo con ellos catarsis de esos benditos traumas infantiles. Los hay de todos colores y sabores, desde los superados que nos hacen reír a carcajadas hasta los que nos hacen pensar en crear directamente círculos de apoyo para asimilarlos. Debo confesar que uno de los recuerdos de esa edad de los que más he sido testigo, tanto por común en la gente como por ser de una huella profunda, está englobado en lo que hoy conocemos como ‘bullying’, ese tipo de comportamiento violento e intimidatorio que termina creando relaciones de abuso y sumisión en un juego de jerarquías entre el acosador y el acosado y cuyos efectos adversos pueden continuar reproduciéndose hasta la adultez.


Puede esperarse tristemente que el acoso afecte nuestra salud mental, pero lo que realmente me estremeció fue encontrar tantas evidencias que prueban que sus consecuencias trastocan incluso nuestra ‘suerte económica’ en la vida. Un estudio de panel (Brimblecombe et al., 2018) que siguió sus efectos con información levantada desde 1958 encontró que tanto los hombres como las mujeres que sufrieron acoso en la infancia tuvieron menores probabilidades de tener un buen empleo y habían acumulado menos riqueza comparado con las personas que no sufrieron acoso. La vida adulta de las personas ´bulleadas’, según estudios que se repiten, parece estar más probablemente marcada por la desdicha económica y mayores incidencias de problemas de salud (Hill, 2013).


La violencia y dominación por un acosador es algo de lo que reportan ser víctimas alrededor del 30% de los niños del planeta (UNESCO, 2018). Aunque pavoroso, el hecho de que sea tan común me hace pensar honestamente que esto ha estado allí siempre, casi como una manifestación de la naturaleza territorial, competitiva y jerárquica de los seres humanos. De hecho, esta sería la explicación que el famoso psicólogo clínico Jordan Peterson daría al tema usando para ello un conocido experimento con langostas, unos animales primitivísimos que, según el autor, dejan ver que las relaciones jerárquicas basadas en la ‘dominación del más fuerte’ han sido esencialmente permanentes en la evolución de la vida misma sobre la Tierra.


Así pues, Peterson observó los sistemas nerviosos de estos crustáceos mientras los sometía a luchas por espacio o comida resultando en lo obvio, que los individuos más fuertes y bonitos ganaban siempre más recursos logrando escalas superiores de dominio. El científico encontró que aquellas langostas que presentaban menores niveles de serotonina (sustancia que usan los nervios para enviarse mensajes entre sí) eran siempre más acobardadas, torpes para defenderse y se escondían al más ligero indicio de problemas. Pero lo que realmente me dejó perplejo fue un hallazgo que me atrevo a describir como una terrible condena evolutiva, que el cuerpo de las langostas perdedoras producía de hecho cada vez menos serotonina con cada fracaso acumulado, relegándolas a una posición de lacayos de aquellos individuos sanos y triunfadores rebosantes de este neurotransmisor. Con toda crudeza el mensaje de Peterson es claro: todos los seres vivos habitamos dentro de jerarquías de dominación influidas directamente por nuestra neuroquímica, una interpretación Darwiniana de la vida que según él se observa en todos los patios escolares, creando un grupo de personas simplemente más proclives a ser dominadas por el abusador y a perder con el tiempo su capacidad de autodefensa y ‘resiliencia neuronal’ en los momentos de estrés o conflicto.


¡Menudo balde de agua fría! Cuando leí esto me sentí ciertamente desmoralizado, sobre todo al saber que las personas con temperamento compasivo son aquellas que más suelen tener problemas al usar la fuerza para defenderse, así que pueden terminar en la vida ‘agarrados de puerquitos’ de todos. En palabras de Peterson, «las personas inofensivas rigen su vida sobre axiomas de que básicamente toda la gente es buena y que el uso de la fuerza es siempre inadecuado, creencias que colapsan en la presencia de personas genuinamente malévolas [sic]. Cuando estas personas ‘despiertan’ y se dan cuenta de su potencial de autodefensa desarrollan un mayor respeto por sí mismos y sus miedos decrecen, comienzan a combatir mejor la opresión». Según el autor, hay de hecho muy poca diferencia entre el potencial de ejercer violencia para defenderte y el gozar de una buena fuerza de carácter.


Sea lo que sea, me aferro a pensar que los seres humanos somos un poco más que un manojo maquinal de neurotransmisores y es allí donde yo recupero el aliento: voluntaria y conscientemente podemos tomar responsabilidad de nuestras vidas e incluso luego de las derrotas podemos alzar la voz con la adecuada fuerza, no importa si somos ya adultos o si lo enseñamos a nuestros hijos. Después de todo, por fortuna no somos langostas.



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