Los amigos son la terapia del alma y hace poco me encontraba haciendo con ellos catarsis de esos benditos traumas infantiles. Los hay de todos colores y sabores, desde los superados que nos hacen reÃr a carcajadas hasta los que nos hacen pensar en crear directamente cÃrculos de apoyo para asimilarlos. Debo confesar que uno de los recuerdos de esa edad de los que más he sido testigo, tanto por común en la gente como por ser de una huella profunda, está englobado en lo que hoy conocemos como ‘bullying’, ese tipo de comportamiento violento e intimidatorio que termina creando relaciones de abuso y sumisión en un juego de jerarquÃas entre el acosador y el acosado y cuyos efectos adversos pueden continuar reproduciéndose hasta la adultez.
Puede esperarse tristemente que el acoso afecte nuestra salud mental, pero lo que realmente me estremeció fue encontrar tantas evidencias que prueban que sus consecuencias trastocan incluso nuestra ‘suerte económica’ en la vida. Un estudio de panel (Brimblecombe et al., 2018) que siguió sus efectos con información levantada desde 1958 encontró que tanto los hombres como las mujeres que sufrieron acoso en la infancia tuvieron menores probabilidades de tener un buen empleo y habÃan acumulado menos riqueza comparado con las personas que no sufrieron acoso. La vida adulta de las personas ´bulleadas’, según estudios que se repiten, parece estar más probablemente marcada por la desdicha económica y mayores incidencias de problemas de salud (Hill, 2013).
La violencia y dominación por un acosador es algo de lo que reportan ser vÃctimas alrededor del 30% de los niños del planeta (UNESCO, 2018). Aunque pavoroso, el hecho de que sea tan común me hace pensar honestamente que esto ha estado allà siempre, casi como una manifestación de la naturaleza territorial, competitiva y jerárquica de los seres humanos. De hecho, esta serÃa la explicación que el famoso psicólogo clÃnico Jordan Peterson darÃa al tema usando para ello un conocido experimento con langostas, unos animales primitivÃsimos que, según el autor, dejan ver que las relaciones jerárquicas basadas en la ‘dominación del más fuerte’ han sido esencialmente permanentes en la evolución de la vida misma sobre la Tierra.
Asà pues, Peterson observó los sistemas nerviosos de estos crustáceos mientras los sometÃa a luchas por espacio o comida resultando en lo obvio, que los individuos más fuertes y bonitos ganaban siempre más recursos logrando escalas superiores de dominio. El cientÃfico encontró que aquellas langostas que presentaban menores niveles de serotonina (sustancia que usan los nervios para enviarse mensajes entre sÃ) eran siempre más acobardadas, torpes para defenderse y se escondÃan al más ligero indicio de problemas. Pero lo que realmente me dejó perplejo fue un hallazgo que me atrevo a describir como una terrible condena evolutiva, que el cuerpo de las langostas perdedoras producÃa de hecho cada vez menos serotonina con cada fracaso acumulado, relegándolas a una posición de lacayos de aquellos individuos sanos y triunfadores rebosantes de este neurotransmisor. Con toda crudeza el mensaje de Peterson es claro: todos los seres vivos habitamos dentro de jerarquÃas de dominación influidas directamente por nuestra neuroquÃmica, una interpretación Darwiniana de la vida que según él se observa en todos los patios escolares, creando un grupo de personas simplemente más proclives a ser dominadas por el abusador y a perder con el tiempo su capacidad de autodefensa y ‘resiliencia neuronal’ en los momentos de estrés o conflicto.
¡Menudo balde de agua frÃa! Cuando leà esto me sentà ciertamente desmoralizado, sobre todo al saber que las personas con temperamento compasivo son aquellas que más suelen tener problemas al usar la fuerza para defenderse, asà que pueden terminar en la vida ‘agarrados de puerquitos’ de todos. En palabras de Peterson, «las personas inofensivas rigen su vida sobre axiomas de que básicamente toda la gente es buena y que el uso de la fuerza es siempre inadecuado, creencias que colapsan en la presencia de personas genuinamente malévolas [sic]. Cuando estas personas ‘despiertan’ y se dan cuenta de su potencial de autodefensa desarrollan un mayor respeto por sà mismos y sus miedos decrecen, comienzan a combatir mejor la opresión». Según el autor, hay de hecho muy poca diferencia entre el potencial de ejercer violencia para defenderte y el gozar de una buena fuerza de carácter.
Sea lo que sea, me aferro a pensar que los seres humanos somos un poco más que un manojo maquinal de neurotransmisores y es allà donde yo recupero el aliento: voluntaria y conscientemente podemos tomar responsabilidad de nuestras vidas e incluso luego de las derrotas podemos alzar la voz con la adecuada fuerza, no importa si somos ya adultos o si lo enseñamos a nuestros hijos. Después de todo, por fortuna no somos langostas.