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El fin de la abundancia

En la vida casi nunca más es mejor y es interesante como el concepto de prosperidad económica cada vez está menos relacionado con variables como el crecimiento del PIB. Resulta curioso que no fue un país rico sino Bután quien en 2011 puso en la agenda global a la felicidad como el verdadero objetivo de desarrollo a través de una resolución adoptada en la ONU para invitar a los gobiernos del mundo a centrarse en este valor al momento de medir el desarrollo social y económico de un pueblo. Hoy casi todos los países de la OCDE miden anualmente la felicidad de su gente y reorientan el diseño de sus políticas públicas apoyados en la ciencia de la felicidad.


Hablar del fin de la abundancia nos provoca risa a quienes vivimos en países en vías de desarrollo, acá de hecho la mayor parte de la población ha vivido siempre en la escasez o a lo más en la medianía material. Por suerte sabemos mejor que nadie que la riqueza material de las naciones no limita la felicidad; pueblos como Colombia, México o Brasil se encuentran de hecho en el bloque de países felices, junto con naciones mucho más ricas como Portugal, Japón, Italia, España o Qatar. Si bien existe una indudable relación directa entre riqueza y felicidad, la curva se aplana pronto ya que los países cinco o diez veces más ricos no son de ninguna forma diez veces más dichosos. A decir verdad, no es claro si las naciones más felices del mundo (Finlandia, Dinamarca, Islandia y Suiza) lo son por su riqueza material o porque sus perspectivas de vida están basadas en la estabilidad, el balance y la armonía, más que en la búsqueda de dominio y liderazgo económico o geopolítico (World Happiness Report, 2022). El historiador Abner Offer argumenta de hecho que estos países han alcanzado el clímax de la prosperidad global no por su riqueza, sino por su capacidad de encontrar el equilibrio entre la excitación de corto plazo y la seguridad en el largo plazo.


Hace unas semanas el recién reelegido presidente francés Emmanuel Macron definió el momento económico que el mundo desarrollado vive como el fin de la abundancia; pidió a sus connacionales “esfuerzos y sacrificios” para vivir en un mundo en donde el crecimiento económico ilimitado y la vida de derroche ya no serán posibles ni deseables. Con toda honestidad, quien ha vivido o vacacionado en un país desarrollado pronto se da cuenta de dos cosas: que casi todos tienen mucho y que hay mucho de todo. La abundancia se lleva al límite y se percibe allá en todos los detalles de la vida: en sus edificios y el transporte público abunda en verano el aire acondicionado a su máximo nivel mientras que es poco concebible que alguien use un abrigo en interiores gracias a la confiable y constante calefacción en otoño e invierno; y qué decir de la obsesión con la abundancia alimentaria, ilustrada muy bien en las usuales escenas verpertinas en la mayoría de los supermercados de estos países tirando festines enteros a la basura que bien alimentarían a cientos de familias en cualquier nación de ingresos medios y bajos (una costumbre que afortunadamente va en desuso pues al menos hoy la comida se regala o remata por las tardes en lugar de tirarla).


Estas historias dejan claro que, si bien el crecimiento económico es una condición necesaria para la prosperidad de los países de bajos ingresos, no necesariamente debería ser un valor a perseguir en los países que lo tienen ya casi todo. Como diría el economista Tim Jackson en su libro Prosperidad sin Crecimiento, la gente puede prosperar sin acumular infinitamente cosas. La advertencia de este investigador es clara, si todos los habitantes del planeta pretendieran vivir como lo hacen los de las naciones ricas entonces el PIB mundial debería ser al menos 15 veces más grande que el actual y algunos recursos como los minerales se agotarían en un periodo máximo de 20 años.


El origen del actual estancamiento económico en el mundo desarrollado es explicado muy bien por otro economista, Dietrich Vollrath, quien apoya que este fenómeno es de hecho una señal de éxito para los países ricos. Él estima que la mayor parte del nulo crecimiento del PIB de estas naciones puede explicarse por la disminución de su mano de obra disponible, ya sea por una menor tasa de natalidad o sencillamente porque las personas prefieren pasar menos de su tiempo trabajando. A esto se agrega un cambio en el patrón de consumo en países ricos, quienes prefieren ahora consumir servicios en lugar de productos tangibles, lo que ha reducido el dinamismo económico por la sencilla razón de que el sector de servicios es altamente intensivo en mano de obra y exhibe tasas de productividad menores (por más que uno lo apure, disfrutar de una rica cena en un restaurante o visitar un spa son cosas que nadie por naturaleza quiere acelerar). En otras palabras, estos países se han hecho tan extraordinariamente eficientes en producir bienes que prefieren usar ahora su tiempo para dedicarlo al ocio o al consumo de servicios.


Es curioso como conviven las necesidades del mundo justo al lado de sus soluciones. Y es que mientras en naciones donde tienen todo lo material también carecen de mano de obra, en el resto de las naciones sucede lo opuesto, hay pocas cosas pero muchos dispuestos a trabajar. No falta ser un genio para explicar con ello los grandes flujos migratorios que vive el mundo y que se exponenciarán en las siguientes décadas como una solución de autoajuste económico.


En palabras de Tim Jackson, el fin de la abundancia no atenta contra la prosperidad, pues esta va más allá de los asuntos materiales al consistir fundamentalmente en ampliar nuestra capacidad de desarrollarnos como seres humanos dentro de los límites de un planeta finito. No crecer materialmente cuando ya se tiene todo no tiene nada de malo, al contrario, es una oportunidad para ser en lugar de acopiar y sobre todo para que otros que no tienen logren avanzar.

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