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Foto del escritorAlfredo Nava Escárcega

Hay un nombre para el rechazo que sentimos hacia los pobres

Actualizado: 3 abr 2022

En mis épocas de estudiante de economía aprendí una frase en medio de los análisis de cosas como el PIB per cápita o los niveles de ingreso del mexicano promedio, “aquella persona que todos queremos conocer (estadísticamente), pero nadie queremos ser”. Inundados de datos confirmábamos por un lado y otro lo terrorífico que es ser ese mexicano promedio que tiene rezagos educativos, malos servicios de salud y otras carencias que alcanzan al 52.8% de México en la pobreza.


Creí que profundizar en el estudio de las carencias sociales me haría más sensible ante la pobreza, pero en el fondo se gestó en mí un miedo que sólo ha crecido en el curso de mi vida: el miedo a convertirme en pobre. Como todos los miedos, mi miedo a la pobreza es también paralizante, sobre todo de relaciones sociales que nunca pudieron florecer a causa de mis propios prejuicios.


Fue en 2017 cuando descubrí el término que años antes había propuesto la filósofa española Adela Cortina para describir este miedo, aversión y rechazo a los pobres, la aporofobia del griego áporos (sin recursos) y fobos (temor, pánico). Sentí una especie de expiación al saber que uno de mis más grandes y secretos miedos era de hecho tan popular que hasta la Real Academia Española lo había incluido en su diccionario.


¿Dónde se origina esta aporofobia de la que sufrimos tantos? Cortina atribuye esta deformación colectiva a la apreciación social de que aquel que nada tiene que ofrecer nada vale. En una sociedad del intercambio aquel que aparentemente no puede ofrecer nada es nulificado. Bajo esa ideología, los pobres son percibidos como una amenaza a las sociedades de mercado. Por ejemplo, se rechaza en Europa a los migrantes, no por ser extranjeros, sino por ser pobres con todo lo que ello implica (tienen un menor nivel educativo, su capacidad productiva es menor y por tanto se piensa que es mejor mantenerlos alejados pues no tendrán nada que agregar). Rechazamos al pobre incluso al de la propia familia, basta ver como los parientes pobres terminan casi siempre siendo objeto de silencio y rechazo.


¿Cuáles son las causas de la aporofobia? Lo primero que nos dicen los neurocientíficos es que la xenofobia y, en este caso la aporofobia, tienen su raíz en el enfoque evolutivo humano que privilegia la aceptación de lo conocido y el rechazo de lo desconocido y de aquello que percibimos inconscientemente como una amenaza a nuestro bienestar. En segundo lugar, la ciencia ha descrito, no sólo en los seres humanos sino en todo el reino animal, la tendencia natural hacia el altruismo biológico, que es la capacidad de dar y ayudar a aquellos de los que podremos más adelante recibir de regreso el favor. El ser humano es un homo reciprocans, “yo te doy y tú me das”. Estamos dispuestos a dar con tal de recibir, a lo mejor no de los mismos a los que damos, ni de lo mismo que damos, pero sí de otros. Pero, ¿por qué entonces rechazamos a los pobres, incluso cuando sabemos que pueden darnos algo a cambio en este juego del intercambio (i.e. trabajo manual no sustituible todavía por máquinas o una enorme demanda de bienes que constituye buena base de los mercados domésticos en países como México)?


La manera cómo nos relacionamos usualmente con los pobres puede decirnos algo más del origen de esta aversión. Usualmente se considera que los pobres son inferiores en valor y dignidad, esto es patente cuando los bienintencionados los ven como objetos de compasión que hay que salvar con gestos de caridad. Quizá lo que subyace en todo aporófobo es realmente una peniafobia, del griego penia (pena, miseria) y que hace referencia a nuestra fobia no ante los pobres, sino a convertirnos en uno de ellos; soy condescendiente contigo porque no quiero ser como tú.


Nombrar y reconocernos como aporófobos y peniáfobos es un importante primer paso en la superación de estos miedos sociales. Los psicólogos reconocen en el tratamiento de las fobias el método de identificar, nombrar y reconocer nuestros miedos para poder domarlos (Name it to tame it). Extrapolándolo en el colectivo, el reconocimiento de nuestros miedos tiene una alta capacidad transformadora de la sociedad por la sencilla razón de que nuestros cerebros son plásticos y podemos transformarlos para cambiar nuestra relación con la pobreza y, de hecho para erradicarla, no sólo porque es indigna, sino porque el mundo tiene hoy los recursos monetarios para lograrlo. Reactivar la compasión y la empatía nos permitirá comenzar a ver las capacidades más allá de las necesidades, reconociendo que no hay ningún ser humano que no tenga algo valioso que ofrecer a cambio.

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