Hace unos días visité Manitoba y no precisamente en Canadá sino en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua. A ambos lados de un kilométrico corredor no dejaba de ver un ecléctico paisaje lleno de graneros europeos, galerones con modernísima maquinaria agrícola, supermercados en alemán, tiendas de helados y pizzas y toda clase de comercios que me hacían sentir más en algún poblado neerlandés que en el norte de México. Pero lo que más llamó mi atención fue la prosperidad material de esta comunidad, palpable en las enormes residencias climatizadas estilo texano cada una con tres o cuatro autos y enormes camionetas estacionadas sobre impecables jardines frente a corrales repletos de gordas y saludables vacas blanquinegras. La idílica escena terminó con una parada en una boutique local atendida por una joven rubia de unos 17 años entretenida con su iPhone y su Apple watch. ¿Eres de aquí? — le pregunté con obviedad mientras procesaba mi pago con tarjeta y yo buscaba saber más de este floreciente estilo de vida. Sí, he vivido en “los campos” toda mi vida, aunque no lo creas soy menonita —contestó orgullosa para aclarar luego que su familia era progresista y que aun vistiendo con ropa moderna y siendo ahora mucho más abiertos se dedicaban con pasión y disciplina al campo como siempre. Poco tiempo después, en ese mismo suelo pedregoso y árido nos encontramos a otra comunidad ganándose también la vida, o al menos eso intentaba, esta vez no montados sobre camionetas ni en tractores conectados a internet, sino parados sobre huaraches al lado del polvoriento camino con lo que parecía ser la venta del día a cuestas. Luego de pagar en efectivo unas artesanías de palma y unas ramitas aromáticas de la sierra veía por el retrovisor alejarse a la familia rarámuri sin evitar sentir esa culpa que uno siente siempre ante los aberrantes contrastes.
En el camino de regreso me seguía aplastando la misma pregunta, ¿cómo es posible que dos comunidades habitantes de un mismísimo lugar desde hace décadas, con el mismo gobierno, leyes e instituciones públicas, tengan resultados económicos tan enormemente diferentes? ¿Será que los hábitos, creencias y valores de una persona, familia o pueblo tienen un efecto tan preponderante en la capacidad de las personas para generar riqueza?
Las teorías económicas de esas que uno aprende en la universidad no sirven de mucho para contestarlo. Mis notas de Crecimiento y Desarrollo Económico están plagadas de ecuaciones, pero no encuentro ni una sola vez la palabra ‘cultura’, considerada clásicamente más bien como un simple resultado de los incentivos económicos y no como una fuente de explicación en si misma de la prosperidad de los pueblos. Sin embargo, la gran cantidad de datos de los que disponemos en la actualidad y el uso de modelos no paramétricos están llevando a los economistas a encontrar respuestas cada vez más convincentes en eso que llamamos cultura, el conjunto de creencias y valores que los grupos transmiten de generación en generación y que determinan nuestras expectativas y preferencias económicas.
Paola Sapienza es una economista especializada en finanzas del consumidor y consejera independiente de varias empresas globales, sus estudios sobre cultura y prosperidad económica junto con los de otros autores dan muestras de un inequívoco impacto de la cultura heredada de padres a hijos sobre la economía. Sapienza considera que los inmigrantes son de hecho una buena prueba de esto, y es que, a pesar de vivir en un mismo lugar bajo las mismas condiciones legales e institucionales (como los menonitas y los rarámuris) su comportamiento económico es muy diferente. Así, por ejemplo, las personas en los EE.UU. con ascendencia canadiense muestran una clara preferencia a favorecer la redistribución de riqueza y perseguir una sociedad igualitaria incluso a pesar de nunca haber vivido en el país de sus progenitores. O bien, los estudiantes con ascendencia familiar de países con una orientación cultural que favorece la planeación de largo plazo, tales como Japón, Taiwán, China o Corea del Sur, presentan resultados académicos superiores en matemáticas y lectura y alcanzan logros académicos y económicos por arriba de la media a lo largo de su vida.
Uno de los estudios más utilizados en los negocios a este respecto es el modelo de seis dimensiones culturales de Geert Hofstede el cual mide la preferencia cultural de cada nación respecto a aspectos como el nivel de individualismo, la defensa de las jerarquías, la motivación hacia el éxito y el emprendimiento, la tolerancia a la incertidumbre, la orientación hacia el largo plazo y la tendencia a divertirse y disfrutar de la vida. Como lo muestra este conocido estudio, un mexicano promedio siempre preferirá una sociedad jerárquica siendo su jefe ideal el autócrata benevolente y en donde las diferencias sociales y económicas no solo son toleradas sino deseables. Se trata de una sociedad colectivista con un fuerte compromiso familiar y de grupo y con altos niveles de materialidad como forma de reafirmar la masculinidad y el poder. Es una cultura poco proclive al cambio y amante de la certidumbre, aunque con muy bajos niveles de preocupación hacia el futuro y ocupando México, junto con países como Argentina y otros de África uno de los lugares más altos en indulgencia a nivel mundial, es decir, siempre abiertos a disfrutar el presente, vivir sus impulsos sin límites y gastar dinero con una alta sensación de auto merecimiento. (Por cierto, que aquí puedes hacer un interesante test para determinar tus dimensiones culturales individuales y saber con qué país congeniarías mejor).
Las conclusiones que se derivan de estas investigaciones pueden ser ciertamente crueles al asegurar que ciertos tipos de culturas y no otras conducen de mejor forma al desarrollo económico. David Landes escribió esto en su celebré estudio ‘La Cultura del Éxito’ en donde afirma que ciertos pueblos y naciones son ganadores y otros perdedores en aquello del progreso económico debido a rasgos culturales que promueven de mejor manera la igualdad, la confianza y la cooperación en unos casos mientras que en otros crean relaciones de dependencia y abuso que mantienen a estos últimos sumidos en la pobreza. Aunque controversial y duro sería ingenuo pensar que la cultura no importa. Como Sapienza demuestra, los valores familiares, sociales y religiosos que heredamos casi sin cambio de nuestros padres y abuelos conforman la base de nuestro comportamiento económico.
A pesar de esto, me inclino a pensar que esto no significa que nuestro pasado sea una condena infranqueable, pensarlo así sería una profecía autocumplida. Al final, luego de visitar aquel ‘valle de las tres culturas’ y ver coexistir a menonitas, rarámuris y mestizos no creo que ninguna de las tres versiones de la vida sea más deseable o digna que la otra solo por tener más grandes tractores, o más lindos jardines o incluso más ‘visión para los negocios’. Ciertamente cada cultura define sus creencias y valores de acuerdo con lo que cada uno privilegia y, si esa cultura te hace feliz, es muy loable defenderla y preservarla. Pero, si los resultados de tu cultura no te satisfacen del todo entonces siempre se puede cambiar la forma como uno la vive. Después de todo, como diría esa moderna joven menonita con un iPhone en la mano, ‘siempre se puede ser progresista’.
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