Aceptémoslo, en nuestros países latinoamericanos la excelencia no es un valor muy practicado. Acostumbrados al «ya merito» y al «ahí se va» enfrentamos todos los días tragedias absurdas para intentar acceder a un servicio público, lidiar con el plomero o cambiar tu llanta después de haber caído en un gigantesco cráter en la mitad de una autopista. Nos encanta llevar al máximo la aleatoriedad de la vida; recuerdo la frase de una amiga francesa, muy amante de México por cierto, «es que aquí siempre tienes que ver muy bien por donde pisas» −dijo ella después de caerse de cuerpo entero a una zanja y romperse el tobillo mientras caminaba en la banqueta distraída con el celular. El agujero aquel llevaba abierto tres semanas y unas simples ramitas eran lo único que te alertaba de no caer en el abismo.
En nuestros países defendemos casi como un valor cultural que nadie haga lo que tiene que hacer y que nadie use las cosas para lo que fueron concebidas. A decir verdad, no vemos la excelencia como algo por lo que valga la pena esforzarse y muchos la consideran incluso como una cualidad exclusiva de otros pueblos, como los surcoreanos o los japoneses. Practicar la excelencia donde nadie la practica es de hecho poco motivante. Tengo muy presente el llamado del empresario argentino Marcos Galperin que se refiere a la excelencia como un valor escaso en la región y por ello difícil de practicar, pero no por ello menos necesario para competir con empresas de aquellos países en donde esta se vive como un valor social más arraigado.
Con todo y esto, siempre he pensado que el discurso de la excelencia no está libre de paradojas ya que como todo en la vida, los extremos son peligrosos. Queda claro que los latinoamericanos pecamos de descuidados y que no nos vendría nada mal mejorar nuestros niveles de exigencia; claramente nuestro pecado es quedar cortos la mayoría de las veces. Sin embargo, si tú o tu organización ya practican la excelencia como un valor primordial es bueno recordar que lo perfecto suele ser enemigo de lo bueno.
Hay dos paradojas de la excelencia, la primera es aquella que llamo la excelencia enajenante, una condición que condena cualquier error y que considera todo resultado no perfecto simplemente inaceptable. Esta paradoja está marcada por la angustia y nos recuerda como países obsesionados con la excelencia encabezan también los rankings de neurosis y de suicidios. Para mí, el ejemplo más grotesco ocurre en los trenes de Japón, cuya infalible puntualidad solo es interrumpida por aquellas personas que se arrojan a las vías. Dentro de esos vagones demorados el silencio sepulcral de sus pasajeros se rompe solo por las injurias lanzadas ante el retraso, «¡por qué no se mueren en otro lugar!» −es una frase que se repite cotidianamente y que, de hecho, ha vuelto al Bosque Aokigahara el lugar favorito de cientos de suicidas al año que logran su cometido sin importunar la agenda de nadie. La excelencia enajenante es un pacto con la perfección que descuida no solo los medios para alcanzarla, sino también pierde de vista los verdaderos fines de cultivarla.
En segundo lugar, tenemos la excelencia paralizante que ocurre cuando una persona u organización prefieren limitarse a hacer lo que ya dominan por miedo al error; en otras palabras, preferimos hacer lo incorrecto excelentemente antes de hacer lo correcto pobremente. Esta visión de la excelencia paraliza la innovación y nos mantiene atrapados en un sesgo del conservadurismo. ¿Cómo saber si somos víctimas de esta parálisis? El criterio razonable es exigirnos no menos que la excelencia en aquello que ya dominamos; es el caso de actividades en donde nuestro dominio y práctica nos ha permitido alcanzar un grado de excelencia esperable. En cambio, es más sano anticipar un grado de error y descontrol en esa nueva aventura desconocida que nos proponemos, como cuando uno aprende a patinar o incursionamos en algo que hasta entonces no nos habíamos atrevido. En esos casos la excelencia comienza a ser diferente de la perfección, pues lo excelente no se trataría de no cometer errores, sino de desplegar al máximo nuestras capacidades para preverlos mientras empujamos la frontera de nuestras experiencias.
El camino de la excelencia es una senda de ensayo y repetición tanto para individuos como para las organizaciones. Es un recorrido valioso en sí mismo como valor a perseguir no solo por la capacidad dignificante de saber que hacemos siempre lo mejor posible, sino porque la excelencia mejora la vida de todos.
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