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Los mexicanos ¿somos corruptos por naturaleza?

Actualizado: 9 ene 2022

Puesto en términos tan directos quizá nadie contestaría que la corrupción circula en la sangre como condena de nacimiento. Sin embargo, en los debates para combatirla se suele aludir a unas supuestas predisposiciones culturares (hay quien dice hasta genéticas) que harían a ciertas naciones y pueblos más corruptos que otros.


Todos los rankings sitúan a México dentro de los 5 a 8 países más corruptos del mundo compartiendo tal deshonroso sitio con Somalia, Sudán, Uganda, Camerún, Camboya, Venezuela y Congo. El poco avance en su control da rienda suelta a la frustración y al surgimiento de creencias colectivas de que existe una suerte de predeterminación del mexicano y de otras nacionalidades a corromperse. Esta visión ha imperado desde tiempos de Humboldt quien describió a los trópicos “como esa región del mundo donde todo se pudre y pervierte”. Hoy estás hipótesis están presentes incluso en el mundo académico; recuerdo a un catedrático que defendía que “después de tres años de investigación pudo comprobar que la corrupción es parte de la cultura mexicana y que no se podía quitar”.


Ante tales diagnósticos no sorprende que la corrupción haya sido aceptada hasta hace pocos años como un mal necesario e incluso haya sido normalizada por empresas extranjeras como un costo más para hacer negocios en países subdesarrollados. Así, numerosos códigos de conducta de empresas públicas en Estados Unidos solían permitir los llamados “pagos de facilitación” para cumplir tareas como el procesamiento expedito de documentos o para asegurarse la provisión de ciertos servicios públicos. Tan sólo en Alemania los pagos de sobornos incurridos en países extranjeros fueron oficialmente deducibles de impuestos hasta el año 1999 cuando la ley fiscal fue reformada para evitar tal desincentivo. En Francia era común hasta 2001 encontrar bancos comerciales que ofrecían créditos destinados a financiar el pago de “incentivos procesales” como parte del capital de trabajo requerido para operar en un país extranjero. Estas prácticas presupusieron que los actos de corrupción podían normalizarse e incluso que se encontraban históricamente justificados.


Las políticas anticorrupción en países como México han estado enfocadas al ámbito de la prevención buscando el cambio de la conducta privada a través de la educación cívica (este comercial de tv de 1995 lo describe crudamente). Casi el 70% de las acciones anticorrupción en nuestro país se centran de hecho en herramientas como campañas publicitarias con resultados difíciles de cuantificar y que aluden a una suerte de reprogramación mental para superar la condena de nuestra naturaleza corrupta.


¿Cómo lograron entonces ciertas naciones como Nueva Zelanda o los países escandinavos para tener una mucho menor recurrencia de prácticas corruptas en sus gobiernos y empresas? El caso de Dinamarca, un país que ha ocupado en varias ocasiones la posición del país menos corrupto del mundo, nos muestra algunas pistas. El origen, según apuntan varios historiadores, se encuentra en las pérdidas territoriales y económicas que Dinamarca sufrió durante las guerras napoleónicas; tras la implacable derrota, Dinamarca perdió los territorios correspondientes a la actual Noruega cedidos a la corona sueca mediante el tratado de Kiel en 1814. La incompetencia de los gobernantes daneses en el manejo de dicho suceso y la crisis venidera gestó en dicho país movimientos liberales que culminaron con una reforma de su sistema de gobierno y con el establecimiento de instituciones que evitaran el abuso del poder en beneficio propio. De esta manera, los daneses no son los herederos de un selecto y raro linaje de honestidad, sino que a través de una larga evolución histórica han promovido un acceso y ejercicio del poder sobre las bases de la imparcialidad y la equitatividad. Incluso, dentro de los estudios de economía conductual crecen las evidencias de que los antecedentes culturales o religiosos no parecen tener una influencia discernible en la honestidad de las personas y su predisposición a cometer actos de corrupción.


¿Cuál es la solución entonces? Reconocer que no existen pueblos corruptos por naturaleza ya es en sí un avance que nos tomó varias décadas. La experiencia internacional nos muestra que todo Sistema Nacional de Integridad exitoso sigue más o menos seis elementos clave: la prevención, la detección de los actos de corrupción, la investigación, la sanción, la recuperación y la reparación del daño. Si bien no son una receta infalible estas herramientas vislumbran un futuro hacia el que varios países ya han dado pasos sólidos. En futuras entradas profundizaremos más en la manera en que el control de la corrupción puede promoverse desde las empresas.


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