La universidad me preparó para muchas cosas, pero en definitiva no estaba listo para lidiar con uno de los retos más raros que he experimentado en mi vida laboral. Se trataba de mi primer empleo en la Banca y había cursado ya justo las materias indicadas para esta posición que me emocionaba. Los primeros días fueron más bien ordinarios y mi encomienda inicial fue leer una tonelada de políticas internas que pronto descubrí habían sido escritas por personas de países lejanos que nadie allí había conocido. Con esa típica impaciencia del todavía estudiante comencé a hacer preguntas de lo que leía y pronto me di cuenta de que nadie en lo absoluto conocía ningún detalle técnico de aquello que supuestamente regía las funciones del área cuya responsabilidad principal consistía realmente en alimentar, con datos obtenidos de un repositorio de origen desconocido, otra caja negra automatizada y vaciar los resultados arrojados en varios reportes con mucha meticulosidad. Pronto me comencé a preguntar qué hacían seis personas en esa área -incluyendo gente de muy buen seniority y sueldo- si todo parecía tan mecánico. No tardé mucho en descubrirlo.
Ocurrió que mis asignaciones no me llevaban mucho tiempo, quizá un par de horas como máximo de las 8 horas que al menos pasaba en la oficina. Recuerdo que un día el jefe de mi jefe se acercó a mi lugar para ver qué estaba haciendo, revisó mi trabajo y me felicitó por los avances. Sin embargo, casi al terminar la plática y desde mi más honesta ansia de contribución salió de mi boca una frase que sin saberlo convertiría mi vida allí en un infierno: «Ya terminé el proyecto, ¿hay más actividades con las que pueda ayudar?». Lo que pasó el día siguiente fue desconcertante, mi jefe directo no me dirigía la palabra, vaya no me dirigía ni siquiera la mirada y esto se extendió durante muchos días hasta que entendí todo al escucharlo hablar en la cocina con uno de sus amigos. —¡Cómo es posible que le haya dicho que no tenía nada que hacer! ¡Cómo es posible que me haya echado de cabeza! —se quejaba de mi fúrico. Parece que mi único pecado había sido dejar ver, aunque sea un poco, que realmente nadie allí tenía mucho que hacer y que pasaban la mayor parte del tiempo fingiendo que estaban ocupados, cosa que terminé descubriendo no es para nada fácil.
Hace poco cayó en mis manos un libro que puso nombre a eso que viví en mi primera chamba, Bullshit Jobs del sociólogo británico David Graeber quien define a este tipo de empleos como aquellos que son tan innecesarios y carentes de sentido que ni si quiera el trabajador es capaz de justificar su existencia y por tanto como parte del requisito del empleo uno se siente obligado a fingir que está ocupado haciendo algo útil o provechoso. Esto que yo pensaba en ese entonces era un fenómeno anormal ya que después de todo involucra un enorme derroche de recursos parece ser, según comenta Graeber, algo común. Según una encuesta realizada por la firma de investigación de mercados YouGov el 37% de los empleados de tiempo completo en Reino Unido está convencido que su posición no contribuye en nada a nadie y agrega estudios que llevan esa proporción en otros países hasta el 40%. Se trata de empleos que tienen tan poca utilidad que nadie se daría cuenta si la persona que lo efectúa desaparece o bien cuya justificación se basa en aspectos más bien simulados. El autor describe toda suerte de este tipo de empleos, como aquellos que se contratan para justificar jerarquías y ampliar la cadena de mando para hacer ver a un supuesto líder más importante y exitoso -categoría a la que creo pertenecía mi empleo en aquel banco- sobre todo, como dice Graeber, ‘en empresas de gran tamaño donde la importancia de los superiores se mide casi siempre por el número total de puestos a su cargo, creando incentivos para contratar empleados y solo después decidir qué hacer con ellos’. O qué decir de los “llena-casillas” o los supervisores que dedican el 95% de su jornada a asignaciones burocráticas sin sentido pasando cada vez más tiempo evaluando y justificando su trabajo y cada vez menos realizándolo.
Graeber pone el dedo en la llaga al decir que ‘si bien es difícil creer que este nivel de ineficiencia sea permitido en empresas que compiten en economías de mercado y, que algunos podrían argumentar que simplemente estos empleados no tienen la suficiente visión para comprender la verdadera importancia de su propia función, la realidad es que todo mundo conoce gente que pasa el tiempo sencillamente inventándose trabajo para sí mismos y para otras personas de sus equipos, incluso cuando no haya algo realmente que hacer’.
Los supuestos de la Economía nos harían pensar que los seres humanos deberían estar contentos por recibir un sueldo por no hacer nada o hacer muy poco, a decir verdad, la encuesta de YouGov revela que esto de hecho es así para el 18% de trabajadores que consideraron estar contentos con sus empleos a pesar de reconocer que lo que hacen no tiene gran sentido. Esto podría deberse sencillamente por la seguridad económica que un empleo les proporciona o incluso por todas aquellas dinámicas sociales que surgen alrededor de su trabajo, como la convivencia diaria con los compañeros o la posibilidad de hacer amigos. Sin embargo, para la gran mayoría tener un bullshit job es bastante costoso emocionalmente. Curiosamente, el relato de un empleado en el libro me cautivó al describir algo que yo mismo he percibido en el curso de mis años laborales: “el nivel de agresividad y estrés existente en un entorno de trabajo es inversamente proporcional a la importancia del trabajo que se lleva a cabo allí” y es que personalmente nunca experimenté tal nivel de violencia psicológica como en aquel banco en el que la mayoría caminaba siempre rápido para parecer ocupado pero que en realidad se pasaba el día mirando la pared o tratando de matar el tiempo leyendo las noticias.
Sin duda el tema no es sencillo y lleva a plantearnos preguntas como la que el mismo autor lanza sin resolver; si realmente es cierto que casi el 40% del trabajo que hacemos puede eliminarse por no contribuir a nada productivo, ¿por qué no sencillamente redistribuir el trabajo restante de forma que todo el mundo tengamos un trabajo de cuatro horas diarias o de una semana laboral de 4 días o cualquier otro sistema más honesto que nos inventemos? Ciertamente, creo que el cambio sí se está materializando pues hoy observamos casos extremos como México con jornadas semanales de hasta 48 horas en 6 días, pero países que, sin sacrificios en su productividad ni sueldo, han alcanzado jornadas menores a las 30 horas semanales.
Mientras tanto, si hoy tienes un bullshit job y por ahora prefieres o no puedes escapar de él, quizá la mejor recomendación es encontrar la manera de hacerte útil, tal vez no puedas cambiar el sistema, pero sí puedes afrontar la situación de una forma constructiva. Yo, por ejemplo, encontré que manteniéndome en ese empleo podría generar el mejor resultado en el menor tiempo posible y dedicar el resto de mi día a abocarme a mis estudios de maestría, una estrategia que me brindó habilidades que luego me permitieron recuperar una buena ruta para mi carrera laboral en empleos verdaderamente útiles. Después de todo, los tiempos de ocio son el inicio de los más grandes proyectos.
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